Sin mujeres no hay revolución. Jenny Marx se confiesa.

En repetidas ocasiones se acusa al «padre del comunismo» de someter a su mujer, Jenny, de maltratar a su familia y de su incoherente forma de vida ante sus escritos. Hay poco material sobre su vida personal, la cual, concuerdo con muchos, es el punto de partida para analizar a un hombre que continúa vigente en la Historia y la política de muchos países. La esencia de un hombre tan importante está en su familia también y, avanzando en lecturas, podríamos asegurar que son solamente tretas para descalificar a este «fantasma», sin éxito, claro.

En una dimensión paralela, visitamos la casa de Karl y Jenny Marx. Para nosotros es 2017, para nosotros han pasado 150 años de la creación de El capital, del que ella es parte, llevando a cabo labores de transcripción, redacción y hasta opinión del mismo. Pero en aquel espacio/tiempo, el conteo no importa, no existe la limitación, todo permanece, sin embargo Jenny está consciente del juego temporal y accede a responder unas preguntas para gAZeta.

Jenny está sentada en un sofá roto y raído, tal y como el resto de los muebles. Me invita a sentarme, busco un espacio mientras paso una minuciosa mirada a la habitación. Hay mucho polvo y una mesa cerca de la ventana donde se apilan apuntes, libros y periódicos de Karl, además de juguetes muy sencillos de los niños. Tazas, cubiertos, vasos viejos, algunos rajados y lastimados en las orillas. Varias pipas, de Karl y amigos, recipientes llenos de ceniza que dejan el olor de la huella bohemia de todas las personalidades que se reúnen en aquel pequeño espacio. Las cortinas tienen remiendos, la máquina de coser de Jenny arrimada en una esquina. Un colchón de visitas, migas de pan sobre la mesa y el suelo, un par de botellas y algunos panfletos con frases de El manifiesto comunista. Karl no está en casa, lo que hará que nuestro encuentro sea mejor, más cercano… de mujer a mujer.

«Jenny antes que todo debo expresar mi profunda admiración por ti. Supongo que tu vida no fue fácil y tengo, así como muchos, dudas sobre ella, sobre tus sentimientos y tu forma de pensar. Es difícil encontrar estos datos. Gracias por atender a nuestra entrevista.» Jenny sonríe y asiente, hago un repaso por la biografía de Karl y cuando menciono el deceso de sus hijos, su semblante cambia, se asoman un par de lágrimas a sus ojos, así que creo que es el punto exacto donde debo comenzar, el más humano.

PREGUNTA: ¿Qué pasó cuando murió tu hija Franzisca?

RESPUESTA: Era abril de 1852 Ella fue un ángel que estuvo muy poco tiempo con nosotros. Era habitual que los niños murieran a menos de un año en el siglo XIX, pero para mí fue devastador. No teníamos dinero ni para un ataúd, de hecho, nunca tuvimos recursos siquiera para darle una cuna donde dormir. No podía enterrarla de manera digna, así que coloqué su pequeño cuerpo en la habitación trasera del apartamento y trasladé nuestras camas al frente. Nuestros tres hijos vivos se tendieron a nuestro lado y todos lloramos al pequeño ángel cuyo cuerpo lívido y sin vida yacía en la otra habitación. Karl y yo pedimos ayuda a varios amigos, pero en ese momento ni siquiera Engels pudo hacerlo, entonces acudí a a un emigrante francés que vivía cerca y nos dio dos libras para comprar un ataúd. ¡Con qué profunda pena vimos cómo la trasladaban a la tumba!, en un cementerio, a penas a unas cuadras de nuestra casa.

P: ¿Cómo viste a Karl en ese momento?

R: Ese mismo día recibió una comunicación donde Weydemeyer le anunciaba que la publicación del Dieciocho brumario, en Estados Unidos, era poco probable y esto, sumado a la tragedia del funeral y el dinero, lo tenían muy mal. Sé que estaba pendiente de mí, sé que por momentos quiso mandarlo todo al diablo, pues todo ese sacrificio parecía no tener objeto. Karl no era un inconsciente, en realidad llevaba el peso de la muerte de nuestros hijos Franzisca y Fawksy por no poder darles las comodidades básicas que necesitaban… yo también.

P: ¿Qué pasaba por tu mente cuando Karl viajaba a trabajar escritos con Engels y te quedabas sola?

R: Me quedaba con los constantes acosos de proveedores, sin dinero, cuidando el resto de nuestros hijos. Muchas veces me sentí destrozada, a veces abandonada, completamente sola y por momentos llena de rabia, pues parecía que Karl se la pasaba muy feliz olvidando nuestra desgracia, sentía que la cabeza me estallaba. Le escribía constantemente a Karl y a veces sentí cierta indiferencia, pero conociéndolo también creo que trataba de darme apoyo con el hecho de no dar mucha importancia a mis dramáticas palabras, se centraba en darme más tareas relacionadas con el partido y me felicitaba por mi forma de gestionar otros asuntos políticos. Yo debía ser el soporte para Karl, yo debía hacerme cargo de la familia mientras él se concentraba en sus escritos, pero hubo veces en que no pude, nuestra casa era un hospital y el carnicero, el verdulero, el lechero, todos pidiendo su paga. No había dinero para médico y menos para medicina o comida. Los textos eran rechazados a veces, otras publicados en periódicos que no podían ser distribuidos también por falta de fondos y entonces todo aquello lo atormentaba. Engels, el buen Engels, no siempre podía sufragar aquel desastre.

P: ¿Y entonces qué hacía tu esposo?

R: Recuerdo bien una vez que acordamos empeñar los regalos de bodas que recibimos de mi familia, pero cuando el encargado de la casa de empeño lo vio tan desarrapado y pobre, inmediatamente llamó a la policía, creyó que se trababa de un ladrón, pues no se explicaba la relación de esa facha con los artículos marcados con el sello de la casa de Argyl. Estuvo en la cárcel toda una noche hasta que me avisaron y pude aportar pruebas de nuestra relación con aquel sello. De alguna manera estábamos familiarizados con la censura, la expulsión, el tener que renunciar a sueños por represión y mordazas políticas, aún así, esa experiencia fue una humillación para él. Varios periódicos fueron clausurados, por lo que no quedaba más que escribir libros e involucrarnos directamente, por lo que vivíamos prácticamente de lo que algunos amigos podían darnos, para no abandonar la militancia política, al punto de llegar a importantes posiciones en la «Liga de los comunistas». Para mí eso era muy importante también.

P: ¿O sea que tú estabas involucrada en todo con él?

R: Por supuesto, era yo la primera en leer todo, de hecho, generalmente tenía que «traducirlo» pues era tan apasionado para escribir, que lo había desesperado, tratando de evitar que cualquier idea pudiera escaparse, teniendo así una caligrafía pésima, ¡prácticamente ilegible!

P: ¿Era cariñoso contigo?

R: Sí, mucho. Cuando yo no estaba en casa, pues a veces me ausentaba, él me escribía apasionadas cartas. A veces necesitaba descansar, pues la casa se convertía en una oficina, había dos o tres personas escribiendo, otras haciendo recados, otras tratando de reunir cuatro peniques para que los redactores pudieran seguir escribiendo para demostrar que la burocracia del viejo mundo era culpable del más vergonzoso escándalo. Y entre una cosa y otra, mis tres alegres hijos cantando y silbando, a menudo para ser duramente regañados por su papá. ¡Qué ajetreo! Pero sus cartas me hacían olvidar todo aquello: «Ante la imposibilidad de besarte hasta el cansancio, me veo forzado a recurrir a las palabras para con su ayuda enviarte mis besos», decía una de ellas (sonríe).

P: Pero ¿algo falló en aquellas ausencias, verdad? Hay evidencia de un hijo ilegítimo de Karl con tu empleada Helene Demuth.

R: Bueno, en 1850 viajé a Holanda. Yo me sentía tranquila de que Lenchen y Karl estuvieran con los niños. En toda aquella vida ajetreada, esas salidas eran para mí un alivio. Pero a principios del verano de 1851 ocurrió un hecho que no quiero relatar aquí en detalle, aunque contribuyó a aumentar nuestras preocupaciones, personales y de otro tipo.

P: ¿Admites que esto sucedió entonces?

R: … Todo aquello sería un escándalo para Karl, así que le sugerí que fuera Engels quien arreglara el problema. Él se hizo cargo, el buen Engels como siempre, salvando el nombre de mi marido.

P: En aquel momento los movimientos feministas estaban tomando mucha fuerza en Reino Unido y en muchas ciudades europeas, muy cerca de ti. Probablemente mujeres que te habrían increpado por tus decisiones. ¿Por qué te quedaste con él?

R: Éramos amigos desde la infancia, nos unía una pasión a la literatura, mi padre lo amaba, aunque después se opusiera a nuestro matrimonio. Nos casamos cuando yo tenía 21 y él 17 ¿crees que podría abandonarlo siendo el hombre de mi vida? Lo acepto, era un bohemio, tomaba, se frustraba y a veces remataba con la familia, pero ¿no es eso un hombre de verdad? Un hombre con todos los defectos que pueden hacerlo más auténtico aún. Sé que han escrito mucho sobre esto, incluso hay personas, sobre todo las llamadas feministas, que se han atrevido a suponer que él me hizo vivir un infierno y no es así. Yo decidí pasar mi vida con él a pesar de cualquier cosa, porque debía ser una mujer fuerte, cumplir mi palabra y promesa de matrimonio, esa mujer que le diera el soporte necesario, pues creía en él, lo que estaba haciendo o tratando de hacer, era importante para el mundo entero, para aquella realidad que vivíamos y que no era solamente nuestra, muchas familias no tenían oportunidades. Vivíamos como los obreros que él estaba tratando de resaltar. Sí, estoy consciente de que pude haber tomado mis cosas y mis hijos e irme donde mi familia, mi hermano me habría abierto las puertas, vivir de nuevo en la abundancia y hacer que mis hijos supieran lo que era una vida digna, pero ¿no habría sido aquella una actitud de una mujer cobarde y habría faltado a mi promesa de estar con él en las buenas y en las malas como su compañera de vida? Además, sus ideales eran también los míos, nuestra pasión política encendía aún más la que teníamos como pareja. No era cierto que vivamos una vida de burgueses mientras se realizaban aquellas obras, no! Sufríamos en carne propia lo que era alimentarnos con pan, patatas y agua, el acoso de proveedores, los agujeros en los zapatos durante el invierno, los abrigos que poco a poco empeñamos para que Karl comprara papel para escribir, la muerte de nuestros hijos…

¡No me digas que hoy no ocurre lo mismo en tu país a las mujeres! Y sin opción a decidir o huir, es una condición inhumana que cada vez se ha ido extendiendo al mundo a causa del capitalismo desmedido en tu época. Si yo, Jenny Marx, hubiese huido dejándolo solo, ¿crees que Karl habría escrito todo lo que hoy leen? Probablemente no, probablemente habría sido un desastre. Ya su estado anímico estaba todo el tiempo en la cuerda floja, me necesitaba. Comprendí lo de Lenchen, pues comprendo los momentos humanos de debilidad, era un hombre y yo no estaba. Comprendo los momentos eufóricos por los que pudo haber pasado cuando no estuve físicamente presente, pero su lealtad fue más fuerte, esa siempre la tuve y, para mí, valía más eso que un desahogo sexual pasajero. En realidad yo misma lo alenté y lo ayudé todo el tiempo, a veces copiaba sus artículos mientras él me dictaba. En otra de las ocasiones más preocupantes para nuestra familia, me ocupé en funciones públicas y todo lo que pudiera necesitar. La revolución proletaria también es mía. Sé que me necesitaba y yo a él. Karl es el hombre… el amor de mi vida. Siento que no hay de que arrepentirse. Cuando cierro los ojos completamente, puedo ver sus ojos sonrientes y benditos. Estoy feliz y contenta… cada hora feliz la viviría de nuevo.

 

Fuentes:
Gabriel, Mary. Amor y capital. Karl y Jenny Marx y el nacimiento de una revolución. España: El Viejo Topo, 2014.
Françoise Giroud sostiene que Marx obligó a su mujer a llevar una vida de infierno. El País, 7 de febrero de 1992.
Wheen, Francis. «El hijo ilegítipo de Karl Marx». El Cultural, 13 de septiembre de 2000.

Fotografía: Francisco Bedoya

Deja un comentario